El jardín de la Estación (I)

Anexo a la estación de tren de Toledo, actual estación del AVE Toledo-Madrid y viceversa, existe un bello jardín. La verdad es que quizá nadie repara en él porque todo el mundo pasa con la hora pegada para no perder el tren o bien regresa de Madrid con ganas de llegar a casa. Yo tengo la suerte de hacer este recorrido sin prisa para ir a comprar el pan a un obrador artesano los fines de semana.

Ya era hora de que le dedicara un espacio en mi blog y qué mejor momento que esta agradecida primavera que se ha visto beneficiada por las abundantes lluvias y por una ciudad menos contaminada debido al Estado de Alarma y confinamiento.

En esta foto de Archivo tomada del blog que cito abajo, se puede apreciar bien el espacio contiguo a la estación que hoy es el jardín que muestro.



Malvaviscos






Adelfas, rosales, granado y árbol de Júpiter





Celindas


Algunas que ya florecieron

- lirios

Algunas por florecer

- hibiscos

Algunos de lo árboles

granado
- acacia
- olmo
- almez
- árbol del cielo
- árbol de Júpiter

Creo que merece la pena leer esta entrada sobre los orígenes de la estación

https://toledoolvidado.blogspot.com/2013/08/la-estacion-de-ferrocarril-de-toledo.html

Y si el jardín es bello, no lo es menos este fantástico relato de un amigo que creció en las inmediaciones del barrio de la estación. No solo escribe bien sino que dibuja de maravilla y nos deja este magnífico dibujo de la estación.

ESTACIÓN DE FERROCARRIL DE TOLEDO

Dibujo a plumilla por V.A.

Tuve la suerte de nacer en un barrio obrero y quizá marginal en los años 50 (1955), algo normal para la época en las ciudades, como es el de Santa Bárbara, cuya existencia y vida se debe, sin duda, al establecimiento de la Estación de Ferrocarril, inaugurada unas décadas antes. No voy a hablar de la belleza de la estación, ni de su arquitectura, ni de su artesonado, ni de su andén porque no me corresponde y, aunque me parecen bellísimos e inigualables, le corresponde mejor hacerlo a historiadores, urbanistas, etc., pero sí estoy autorizado, creo,  a hablar de lo que era la vida cotidiana en la estación y, por ende, en la vida del barrio desde la perspectiva de un chico que vivió en el su niñez.
No llegué a conocer, por los pelos,  la inundación de la estación por la crecida del Tajo, pero sí coincidió con mi nacimiento. Mis padres y abuelos no se cansaban de comentar que se iba en barca dentro del recinto y en sus cercanías. Tengo que decir que sí conocí  la crecida de 1962, aproximadamente, a la que más adelante me referiré.

EL BARRIO

Vivía frente a lo que sería el muelle de descarga y vías muertas de la estación. La casa milagrosamente permanece en pie, ya que es la única en el paseo de la Rosa, antes nº 92 (ahora no sé), y está entre dos bloques modernos de pisos: saliendo de Toledo está en la manzana siguiente al Bar El Telón, que ya entonces existía.
En el barrio no había alcantarillado ni agua corriente. Nos suministrábamos de agua potable de la Fuente de Cabrahigos, que aún existe, aunque situada algo más a la derecha saliendo y que modificaron de lugar cuando construyeron el bulevar por el año 2003. En cuanto a las aguas fecales, las casas las vertían a lo que llamábamos la cuneta en los márgenes del Paseo de la Rosa, que era la carretera y salida natural de Toledo hacía el sur y hacía Aranjuez. El alcantarillado se construyó por el año  1963 por donde circulaban las aguas residuales, la cuneta de la margen derecha de la carretera y que desaguaba en el Tajo  un poco más arriba del  Puente de Alcántara por debajo de la “playa” de Safont.

La iglesia de Santa Bárbara la construyeron aproximadamente en el año 1963 y fue a inaugurarla el cardenal Pla y Deniel. Hasta ese momento la conocí provisionalmente en lo que eran las escuelas, por encima de la actual iglesia. La verdad es que todo se encontraba en fase de construcción  y provisionalidad, por lo que se ocupaba cualquier espacio y se le daba al mismo tiempo, con cierta imaginación, varios usos para atender a la creciente población. Por ejemplo, todas las mañanas íbamos a la iglesia y las monjas repartían leche gratis que hacían con polvo. También por las noches íbamos con las lecheras, de aluminio al principio y de plástico después, a la vaquería que había junto al Telón y cuyo edificio exterior permanece exactamente igual hoy: la vaquería del tío Serapio.  A partir de la iglesia y hacía arriba comenzaba la zona del barrio que, por lo menos los críos, llamábamos “la pradera sin ley” y, como su nombre indica, era aventurado asomarse y mi ceja izquierda conserva un recuerdo de una pedrada. Unas casa bajas y sencillas a los márgenes de una calle de tierra (no había asfalto nada más que en la carretera del Paseo de la Rosa) que tras  dos o tres cambios de rasante acusado,  cuya orografía se ha respetado,  desembocaba en el Arroyo de La Rosa, que actualmente existe.
Eso era el barrio. Tengo que decir que el barrio lo formaba también la nueva Academia de Infantería, con las “casas nuevas” construidas para la oficialidad. Era una satisfacción y sumamente emocionante ver a los cadetes a caballo, haciendo hípica y subiendo y bajando terraplenes con su uniforme gris. No había vallas, ni linderos, ni pasos prohibidos: se podía transitar por el interior de la Academia y subir por los polvorines que estaban a la altura de Las Nieves sin ningún problema (donde hacían maniobras los militares, “Los alijares”, cuando la Academia se encontraba antes de la Guerra Civil en el Alcázar); se cogían espárragos, cardillos, criadillas (algunos cazaban algún que otro conejo con trampas o a pedradas que incluían en la exigua dieta). Había  vecinos que cazaban  lagartos con el mismo fin y que consideraban un manjar. Se hacía mucha vida vecinal: la verdad es que no existía lo que hoy llamaríamos intimidad. Todos los vecinos compartían todo y las reuniones nocturnas en los patios o calle, con sillas a cuestas en verano, eran normales. Cuando llegó la televisión, el privilegiado que conseguía hacerse con una adquiría no solo el televisor, sino a todo el muchacherío vecinal por las tardes y, por la noche, a todos los adultos para ver series como “El Santo”, “Bonanza”, etc.
Sobre el año 1961 se inauguraron los autobuses urbanos, que tenían salida y destino en la Plaza de Zocodover. Los domingos al atardecer se llenaban de pasajeros para bajar a Santa Bárbara (después de verdaderos tumultos y peleas para acceder) y recuerdo que las personas mayores bajaban rezando y quejándose de que algún día acabaríamos en el río, o bien al bajar la cuesta hacía el Puente Alcántara desde “la bola” más abajo del Miradero  (hoy Los Desamparados”) o al cruzar el Puente Nuevo, ya que iban tan cargados y se bamboleaban tanto en las curvas de 90º que parecía iban a volcar. Tristemente fui testigo de cómo a  un compañero de clase, cuando subíamos por la mañana al colegio de “los Sindicatos”, en los antiguos Juzgados, hoy zona de parking, lo mató un autobús urbano que subía a Zocodover contra el pretil del Puente Alcántara.
Lugares emblemáticos dentro del barrio y frente a la estación o limítrofes eran:
Viana, el almacén de madera (donde trabajaba mi padre), Bar restaurante Casa de la Guapa, El Telón, Cristalería Droguería La Verde, que regentaba Vicente, Bar restaurante Casa Marcos, El Hospital Provincial y el bar restaurante La Cubana, frente al Puente Alcántara y bajo el Castillo de San Servando  y, aunque un poco alejado de la Estación, se puede decir que formaba parte de ella también. Todo lo que existía al otro lado del  Puente de Alcántara, se le llamaba “La Estación”, más que Santa Bárbara.

LA  ESTACIÓN DE FERROCARRIL

Se puede decir que su recinto era el núcleo de mi vida cuando salía a jugar, que era buena parte del día, fuera de las horas de colegio.
Accedíamos por una tapia de unos 3 metros que estaba frente a mi casa en el Paseo de la Rosa. Alguna persona había hecho unos agujeros a modo de estribos en la pared y por ahí, no sin esfuerzo, aunque sin miedo con nuestros siete años, nos deslizábamos después de cabalgar sobre lo alto del muro. Objetivo: jugar al fútbol entre la separación de unas vías, jugar en los vagones de madera, como en el antiguo Oeste americano, con las pistolas y  rifles de juguete, ver a los trenes al lado de las vías cómo cambiaban de agujas o cómo les cambiaban de dirección a las máquinas de vapor en el foso. Esa era nuestra cotidianidad y todo lo veíamos muy normal. Nuestras madres sufrían, pero no ponían muchas pegas porque estaban siempre atareadas con cosas de la casa o cuidando a algún hermano pequeño y  supongo que sería un alivio para ellas que nos fuéramos a jugar a la calle. Recuerdo que ellas temían más que a lo que pudiera sucedernos en La Estación,  al cruce de la carretera por si algún autobús (de Pérez Díaz, que muchas veces se averiaban frente a mi casa), algún camión o coche pudiera atropellarnos. No pasaban muchos vehículos, porque no los había en aquella época, pero había varios atropellos al año. Sin embargo no recuerdo ninguno en las vías del tren, o no lo decían.
En invierno cargaban vagones de remolacha y por la noche bajábamos a las vías a recoger lo que se caía. En primavera llegaban los tanques del ejército y pasábamos varios días embelesados viendo descargarlos de los vagones y cómo subían por el Paseo de la Rosa hacía la Academia. Fue muy emocionante para mí cómo me subieron unos soldados encima de uno de esos tanques tan tremendos y cuyo ruido ensordecía, al tiempo que las casas temblaban a su paso por la carretera.
No obstante, el estar dentro del recinto de la Estación entrañaba otro tipo de “riesgos” para nosotros: había que tener mucho cuidado con los empleados, cuyo trabajo era cambiar las agujas de las vías, revisar con un farol y un martillo las ruedas de los vagones, etc. Como cogieran a alguno de nosotros se nos caía el pelo. Siempre nos amenazaban con llevarnos a la Brigadilla de la policía que había en la Estación (como si del “coco” se tratara), llamaban a nuestros padres y, después de una reprimenda verbal,  nos llevaban a casa con el culete bien caliente. Sabíamos también que esa noche nos quedábamos sin cenar y que al día siguiente no podríamos salir a jugar. Dentro de la estación, jugando una tarde de invierno en que había nevado, con cinco años, resbalé con la mala fortuna de que una arista de un trozo de escoria del carbón de las máquinas me cortara como si fuera una cuchilla en la parte exterior del muslo izquierdo (se llevaba pantalón corto hasta en invierno), abriéndome una herida que necesitó diecisiete lañas porque no había forma de parar la hemorragia. Me las dio en su consultorio el practicante del barrio, una persona que todo el mundo admiraba por su entrega, generosidad, por su talante y saber hacer. Era el practicante, el médico, el consultor de todo el barrio. Era Don Vicente, del Servicio de Sanidad del  Ejército con destino en la Academia. No existían ni horas ni enfermedades para él, a cualquier hora y día estaba dispuesto a hacer lo que fuera por quien fuera y acudía a las casas con su Vespa y maletín. Hace unos años se erigió un busto en su memoria. Vivía en la manzana de Maderas Viana, frente a la entrada al recinto de la Estación y que hace unos meses se ha derribado para albergar nuevos pisos.
 A la Estación se iba a comprar leña con la carretilla o carbón o carbonilla para estufas y braseros. Era una época en que todos, por muy pequeños que fuéramos, colaborábamos para todas las tareas de la casa: ir a por agua a Cabrahigos con la carretilla y cántaros, a por leña, a comprar a las tiendas de comestibles, a la panadería de Revenga, al Telón a por vino y gaseosa para comer, especialmente en verano, para que nos lo dieran frío. Era muy normal aguardar colas interminables, pero entonces el tiempo no importaba tanto.
Yo era un privilegiado, puesto que nuestro casero (padre al mismo de nuestros vecinos, Rufino y su mujer Donata) ocupaba un puesto de encargado o rondín en la Estación y vivía allí, en lo que hoy sería la caseta para acceso al aparcamiento privado de Renfe. Una casa muy fresca y con una enorme parra en verano. Recuerdo con emoción cuando iba con sus nietas, mis vecinas, a verlos o a jugar. Entonces nos dejaban entrar en lo que eran los jardines de la Estación, frente a la entrada y salida de pasajeros, que tenían un enorme pilón forrado de azulejos de cerámica con peces y un sinfín de plantas y recovecos donde esconderse al jugar. Un lugar magnífico y fresco en verano.
Otro lugar predilecto para ver llegar y salir a los trenes era el andén, al que normalmente nos permitían acceder sin ningún control, especialmente para verlos salir, cuando el Jefe de Estación (uno de ellos fue vecino mío y se llamaba Jose María, como su hijo y amigo) se acercaba con el banderín  hasta la máquina y lo alzaba al tiempo que tocaba el silbato para dar la salida. Era un espectáculo ver arrancar a las máquinas de vapor y ver cómo sus bielas aumentaban de velocidad  con el típico sonido.
Otro lugar que recuerdo especialmente, porque aún hoy continúa habiendo misas, es la capilla que existe bajo la torre del reloj y que no ha cambiado nada a pesar de los años transcurridos.
El reloj de la Estación. Rara vez se averiaba y, aunque todos los vecinos seguíamos sus sonoras horas, lo que verdaderamente movía e indicaba las horas eran los silbatos de los trenes. Era muy frecuente decir y escuchar: “ya ha sonado el tren de las seis menos diez” o “está saliendo el tren de la una”…
Entre el andén de la estación y las huertas del Castillo de Galiana había otro atractivo para los críos: una charca (nosotros lo llamábamos “charcón”) con todo tipo de fauna pequeña.
Me parece recordar que por el año 62 hubo un hecho que revolucionó a la estación y al barrio: ¡llegó el circo! Toda la zona de vías muertas, donde jugábamos al fútbol, se llenó por arte de magia de la noche a la mañana de jaulas con leones, tigres, elefantes… bueno, toda clase de animales. El objetivo era rodar una película que después me enteré era “El mayor espectáculo del mundo”, pero que tuvieron que interrumpir por  una crecida del Tajo tras muchos días de lluvia intensa y, según decían, por eso se fueron antes de lo previsto. En aquellos días hicieron el “agosto” muchos propietarios de animales, especialmente de ovejas, burros, mulas, etc., que sacrificaban para dar de comer a las fieras, o eso decían. Lo que es cierto es que todos los días estábamos de visita como si de un zoo se tratara y veía como echaban a leones y otros depredadores grandes piezas de carne cruda. Igualmente se suministraba mucho forraje y paja.
También, sobre el año 60, otro  hecho “histórico” para la estación y para el barrio fue el rodaje en la misma estación, andenes, trenes y en general muchas zonas del recinto, de la película “Dónde vas Alfonso XII”, que también trajo vidilla al barrio, puesto que muchos vecinos hicieron de extras y me impresionaba verles vestidos de soldados de la época con uniformes y armas muy vistosos. Pues también fui testigo de los rodajes.

La vida del barrio giraba en  torno al movimiento de la Estación: autobuses, viajeros, camiones, mercancías, bares y casas de comida, ventas ambulantes de casi todo…
En fin, en agosto del 67 nos fuimos del barrio, pero la Estación cambió por aquella época para adaptarse a los nuevos tiempos al electrificarse las máquinas y vías, se impuso más seguridad en el recinto y se eliminaron algunos edificios innecesarios para el almacenamiento de mercancía, ya que también aumentó el transporte por carretera.
Pero no me olvidaré de los años vividos, una niñez bastante dura por la época, pero muy feliz y plena de libertad en el Barrio de la Estación, bueno, de Santa Bárbara, que tanto monta.

V.A. Un antiguo vecino de La Estación


Y hace un año se cumplieron cien años de su construcción. Nos lo cuenta muy bien mi amiga Teresa Martín Tadeo de Canal Diocesano.

https://www.youtube.com/watch?v=Rq_mULfMVew


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